No hay nada más puro y sincero que la inocencia de un niño, todos lo sabemos.
En la obra de Laila Ripoll asistimos a una esa visión de la inocencia de una forma aterradora y excesivamente triste. Bien es cierto que esa es la intención de la autora, hacernos participe de la inocencia de los niños, unos niños que lo han perdido absolutamente todo a causa de la guerra pero que viven en un mundo aparte, creado por ellos mismos, en el que son felices a su manera y están alejados de todo mal que les rodea, del cual no son conscientes. Viven en armonía, entre juegos que ellos inventan y están convencidos de que sus padres, a los que admiran, volverán a por ellos y serán felices como siempre. Lo curioso es que ellos, en su mundo de juegos en el desván en el que apenas comen, ya son felices. Es magestuoso observar cómo, un ser tan pequeño como es un niño y tan débil en apariencia es capaz de crear un mundo él solo en el que, sin tener nada, crea su propia felicidad. Así encontramos al más pequeño de los niños, Cucachica, cuya visión de la realidad resulta absolutamente conmovedora y nos entristece sobremanera.
Aterradora es, por otro lado, nuestra perspectiva como lectores de la obra. Es prácticamente imposible leerla sin ser conmovidos por esa inocencia que nosotros ya tenemos perdida (ya sea por la madurez o por la sociedad) y, más, sabiendo el fatal contexto en el que se mueven los personajes. Ellos no son conscientes pero nosotros, desgraciadamente, sí conocemos la realidad que les rodea: sus padres no volverán porque han sido asesinados y ellos, probablemente, morirán de hambre (luego, a medida que avanza la obra, observamos que ya han muerto).
Esa es, bajo mi punto de vista, la intención de la autora: en una sociedad en guerra siempre habrá algo que no podrá ser destruido: la inocencia de un niño.
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